Y ese niño
jugaba y jugaba, ajeno al sufrimiento que lo rodeaba, ajeno junto a su pelotita
de colores.
Era tan bello,
con sus ojitos despidiendo luz a quien lo mirase. Tan alegre con su
sonrisa de
melocotón.
Dulce como el
corazón de la fruta madura.
Iba en su
pequeño triciclo de un lugar a otro…lento, lento como las manillas del
reloj…así debió ser siempre, alcanzable hasta el último momento.
Confinado a la
dulce espera maternal, esperó y esperó…esperó tanto que un día decidió dormir.
Día triste y
doloroso para todos, día de sueños hermosos y eternos para él.
Y su amigo el
fuego, el que purifica y eterniza quiso ayudarlo…y lo hizo.
Mil gritos
desgarrados por el viento se escucharon ese día.
El señor que
velaba sus sueños de niño y lo amaba como a su hijo no lo soportó y así,
despacio pero implacable, caminó hacia el encuentro del pequeño.
Todos lo
vimos, nadie dijo nada. Fue triste, pero no inesperado.
Hoy día, el
pequeño niño de dulce sonrisa ya no está. Tampoco su triciclo ni pelotita de
colores. Creo que se cansó de esperar…El señor de semblante triste y duro
también decidió partir.
Algunas veces,
en el cielo, se ven dos estrellas, una pequeña apenas iluminada revoloteando
cerca de la Luna y una más grande, siempre vigilante desde el firmamento.
Se sienten los espacios vacíos, esa soledad abrasadora de los atardeceres cálidos y melancólicos, pero supongo que es normal.
Debe ser normal ver la muerte pasar tantas veces por tus ojos y suspirar como respuesta.
Debe ser normal que te vayas quedando cada vez más solo y que más espacios vacíos aparezcan de la nada.
Debe ser normal querer ser también una estrella y brillar para siempre…debe ser normal…
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