martes, 6 de noviembre de 2012

Sin título.



Hoy en la tarde, cuando tomé la micro de vuelta a mi casa vi una escena que me hizo reflexionar.

En una calle sin transitar, frente al Marga-Marga iba un hombre mayor vestido de payaso. De esos que una ve todos los días arriba de las micros pidiendo un aporte por hacer reír (cosa que pocas veces logran). Me lo quedo observando sin darle mayor importancia. Como esas escenas que parecen curiosas y que utilizamos solo para desviarnos de alguna preocupación que nos ronda.
Me fijo que el pobre hombre desanda el camino, retrocede  y veo aparecer a una señora vestida con ropas muy pobres, redondita como una manzana, de pelo corto y mirada tan triste, tan melancólica…como ida, estaba pintada de payaso, seguramente bordearía los cuarenta años. El payaso tomó un paño de colores y mientras caminaba a la par de la payasita, le iba limpiando la carita redondita y ella, con ojos vacíos, miraba hacia ninguna parte, con los bracitos gorditos medio levantados, como una niña. Como una niña indefensa que necesita de cuidados. Me vinieron unas ganas terribles  de detener ese autobús e ir a abrazarla  y decirle que no se preocupara, que todo estaría bien. Aunque fuera mentira.

Sentí su desgracia como si fuera mía, me dolió profundamente, como pocas veces me sucede.  No quiero pecar de egocentrismo, aquí quien sufre no soy yo, sino ella.  Ella que con su ternura e inocente ignorancia no hace más que seguir una condena de la cual no es culpable.  

Esa señora tenía que estar en su casa, tenía que estar almorzando, tenía que estar descansando…no en una calle vacía, pintada de payaso, con ojos vacíos mirando hacia ningún lado con la esperanza de algo que nunca sabré. Fue triste, fue duro, fue revelador.
Fue la miseria misma mirándome a los ojos.

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